MEMORIA
























He hecho algo contra el miedo.
He permanecido sentado
durante toda la noche,
y he escrito.

-R. M. Rilke-

Van Gogh

Vincent Van Gogh
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lunes, 9 de diciembre de 2013

Cesare Pavese "El inconsolable", Diálogos con Leucó







Cesare Pavese

"El inconsolable", 

Diálogos con Leucó

(1947)





 Orfeo y Eurídice, Edward John Poynter






(Hablan Orfeo y Bacante)





ORFEO: Ocurrió así. Subíamos el sendero que atraviesa el bosque de las sombras. Estaban ya lejos el Cocito , la Estigia, la barca, los lamentos. Por entre las hojas se vislumbraba el cielo. Oía a mis espaldas el leve rumor de sus pasos. Yo estaba todavía allá abajo y sentía encima aquel frío. Pensaba que algún día debería volver allí, que lo que ha sido volverá a ser. Pensaba cómo fue la vida con ella; que otra vez terminaría. Lo que he sido, será. Pensaba en aquel hielo, en aquel vacío que había atravesado y que ella llevaba dentro de los huesos, en la médula, en la sangre. ¿Valía la pena revivirla? Pensé en eso y entreví el resplandor del día. Entonces dije: “Que se termine”, y me di vuelta. Eurídice desapareció como se apaga una vela. Sentí solamente un chillido, como el de un ratón que se escapa.

BACANTE: Extrañas palabras, Orfeo. Casi no puedo creerlas. Aquí se decía que eras amado por los dioses y las musas. Muchas de nosotras te siguen porque te saben enamorado y desdichado. Estabas tan enamorado que —sólo entre los hombres— franqueaste la puerta de la nada. No, no te creo, Orfeo. No ha sido culpa tuya si el destino te ha traicionado.

ORFEO: ¿Qué tiene que ver en esto el destino? Mi destino no traiciona. Seria ridículo que después de aquel viaje, después de haber visto cara a cara la nada, me diese vuelta por error o por capricho.

BACANTE: Aquí se dice que fue por amor.

ORFEO: Nadia ama a quien ha muerto.

BACANTE: Sin embargo, has llorado por montes y colinas —la has buscado y llamado—, has descendido al Hades. ¿Qué era eso?

ORFEO: Tú dices que eres como un hombre. Sabrás entonces que un hombre no sabe qué hacer con la muerte. La Eurídice que he llorado era una estación de la vida. Yo no buscaba allá abajo su amor, sino algo muy distinto. Buscaba un pasado que Eurídice ignora. Lo he comprendido entre los muertos, mientras cantaba mi canto. He visto a las sombras ponerse rígidas, con la mirada vacía; cesar los lamentos; a Perséfone esconderse el rostro, y al mismo tenebroso-impasible Hades escuchar como un mortal. He comprendido que los muertos ya no son nada.

BACANTE: El dolor te ha trastornado, Orfeo. ¿Quién no querría volver al pasado? Eurídice había casi renacido.

ORFEO: Para luego morir nuevamente, Bacante. Para llevar en su sangre el horror del Hades y temblar a mi lado día y noche. Tú no sabes lo que es la nada.

BACANTE: Y si tú, que cantando habías recuperado el pasado, lo has rechazado y destruido. No, no lo puedo creer.

ORFEO: Compréndeme, Bacante. Fue un verdadero pasado solamente en el canto. El Hades se vio a sí mismo solamente escuchándome. Ya al subir el sendero aquel pasado se desvanecía, se volvía recuerdo, sabía a muerte. Cuando me llegó el primer resplandor del cielo, retocé como un niño, feliz e incrédulo, retocé por mí mismo y por el mundo de los vivos. La estación que había buscado estaba allá, en aquel resplandor. Nada me importó aquella que me seguía. Mi pasado fue la claridad, fue el canto y la mañana. Y me di vuelta.

BACANTE: ¿Cómo has podido resignarte, Orfeo? A quien te vio cuando volvías, tu rostro le infundió miedo. Eurídice había sido para ti una existencia.

ORFEO: Tonterías. Eurídice, al morir, se convirtió en otra cosa. Aquel Orfeo que descendió al Hades ya no era esposo ni viudo. Lloré como lo hacemos cuando somos muchachos: un llanto del que sonreímos después al recordarlo. La estación ha pasado. No la buscaba ya a ella, llorando, sino a mí mismo. Un destino, si quieres. Me escuchaba.

BACANTE: Muchas de nosotras te siguen porque creyeron en tu llanto. ¿Entonces, nos has engañado?

ORFEO: Oh, Bacante, Bacante, ¿no quieres verdaderamente comprender? Mi destino no traiciona. Me he buscado a mí mismo. Nunca buscamos otra cosa.

BACANTE: Aquí nosotras somos más simples, Orfeo. Aquí creemos en el amor y en la muerte; lloramos y reímos con todos. Nuestras fiestas más alegres son aquellas donde corre la sangre. Nosotras las mujeres de Tracia, no tememos estas cosas.

ORFEO: Visto del lado de la vida, todo es bello Pero créele a quien ha estado entre los muertos… No vale la pena.

BACANTE: En otro tiempo no eras así. No hablabas de la nada. Acercarse a la muerte nos hace semejantes a los dioses. Tu mismo enseñabas que una ebriedad derrumba la vida y la muerte, nos hace más humanos… Tú has visto la fiesta.

ORFEO: No es la sangre lo que cuenta, muchacha. Ni la ebriedad ni la sangre me causan impresión. Pero es muy difícil decir qué es un hombre. Tampoco tú, Bacante, lo sabes.

BACANTE: Nada sería sin nosotras, Orfeo.

ORFEO: Lo decía y lo sé. Pero después de todo, ¿qué importa? Sin vosotras, descendí al Hades…

BACANTE: Descendiste a buscarnos.

ORFEO: Pero no os he encontrado. Quería algo muy distinto. Algo que al volver a la luz he encontrado.

BACANTE: En otro tiempo cantabas a Eurídice en los montes…

ORFEO: El tiempo pasa, Bacante. Los montes están, Eurídice ya no está. Estas cosas tienen un nombre y se llaman hombre. De nada vale aquí invocar a los dioses de la fiesta.

BACANTE: También tú los invocabas.

ORFEO: Todo lo hace un hombre en la vida. Todo lo cree, en sus días. Hasta cree que su sangre corre a veces por las venas de los otros. O que lo que ha sido pueda deshacerse. Cree romper el destino con la ebriedad. Todo esto lo sé y no es nada.

BACANTE: No sabes qué hacer con la muerte, Orfeo, y tu pensamiento es solamente muerte. Hubo un tiempo en que la fiesta nos tornaba inmortales.

ORFEO: Y gozad vosotras de la fiesta. Todo es lícito para quien nada sabe todavía. Es necesario que todos desciendan alguna vez a su infierno. La orgía de mi destino ha terminado en el Hades; ha terminado cantando, según mi costumbre, la vida y la muerte.

BACANTE: ¿Y qué quiere decir que un destino no traiciona?

ORFEO: Quiere decir que está dentro de ti, que es cosa tuya; más profundo que la sangre, mas allá de toda ebriedad. Ningún dios puede tocarlo.

BACANTE: Puede ser, Orfeo. Pero nosotras no buscamos a ninguna Eurídice. ¿Por qué entonces también nosotras descendemos al infierno?

ORFEO: Cada vez que se invoca a un dios, se conoce la muerte. Y se desciende al Hades para arrebatar algo, para violar un destino. No se vence a la noche y se pierde la luz. Nos debatimos como obsesos.

BACANTE: Dices cosas malas… ¿Entonces también tú has perdido la luz?

ORFEO: Estaba casi perdido y cantaba. Comprendiendo, me encontré a mí mismo.

BACANTE: ¿Vale la pena encontrarse de este modo? Hay un camino más simple de ignorancia y de alegría. El dios es como un señor entre la vida y la muerte. Nos abandonamos a su ebriedad, desgarramos o somos desgarradas. Renacernos cada vez y nos despertamos como tú en el día.

ORFEO: No hables del día, del despertar. Pocos hombres lo saben. Ninguna mujer como tú sabe lo que es.

BACANTE: Quizá por eso te siguen las mujeres de Tracia. Tú eres para ellas como el dios. Has descendido de los montes. Cantas versos de amor y de muerte.

ORFEO: Tonta. Contigo al menos se puede hablar. Un día tal vez serás como un hombre.

BACANTE: Siempre que antes las mujeres de Tracia…

ORFEO: Di.

BACANTE: Siempre que antes no devoren al dios.






(Traducción de Marcella Milano)
(De Diálogos con Leucó, 1947)





Orfeo y Eurídice, Peter Paul Rubens





*      *      *




ÓPERA






Laurence Equilbey dirige Orphée et Eurydice de Gluck









Gluck Orphee et Eurydice Kozena











A ESTE LADO DE LA VERDAD, Dylan Thomas









A ESTE LADO DE LA VERDAD

 Dylan Thomas










 (Para Llewelyn)


A este lado de la verdad,
no podrás ver, hijo mío
-rey de tus ojos azules
en el país cegador de la juventud-
que todo está deshecho,
bajo los cielos indiferentes,
de inocencia y de culpabilidad,
antes de que te animes a hacer
algún gesto de cabeza o corazón,
todo se congrega y se derrama
hacia la oscuridad envolvente
como el polvo de los muertos.

El bien y el mal, dos formas
de moverse por tu muerte
junto al mar demoledor
-rey de tu corazón en los días ciegos-,
se esfuman como el aliento,
van llorando a través de ti y de mí
y de las almas de todos los hombres
hacia la inocente oscuridad,
y la culpable oscuridad, y la muerte
buena, y la mala muerte, y entonces
en el elemento final
vuelan como la sangre de los astros,
como las lágrimas del sol,
como la simiente de la luna, basura
y fuego, la alada grandilocuencia
del cielo –rey de tus seis años-.
Y la perversa voluntad,
desde el principio de las plantas
y los animales y las aves,
agua y luz, la tierra y el cielo,
está echada antes de que tú te animes
y todos tus actos y tus palabras,
cada verdad, cada mentira,
mueran en un amor que no juzga.













viernes, 6 de diciembre de 2013

LEER, Cesare Pavese







LEER

Cesare Pavese

Artículo publicado en "L´Unità" de Turín, 20 Junio 1945.







Es verdad que no hay que cansarse de pedir a los escritores claridad, sencillez y solicitud ante las masas que no escriben, pero a veces también llegamos a dudar de que todos sepan leer. Leer es muy fácil, dicen aquellos que en virtud de su largo trato con los libros han perdido el respeto a la palabra escrita; pero aquel que más que con libros trata con hombres y cosas, y sale cada mañana para regresar por la noche encallecido, cuando se le presenta la ocasión de enfrascarse en una página advierte que tiene ante sí algo ingrato y raro, algo evanescente y al mismo tiempo duro que lo agrede y lo desalienta. Huelga decir que este último está más cerca que el otro de la vedadera lectura.

Con los libros ocurre lo mismo que con las personas, han de tomarse en serio. Pero precisamente por ello debemos guardarnos bien de convertirlos en ídolos, es decir, en instrumentos de nuestra pereza. En este aspecto, el hombre que no vive entre libros y acude a ellos con esfuerzo posee un capital de humildad, de inconsciente fuerza - la única que vale – que le permite acercarse a las palabras con el respeto y la ansiedad con que nos acercamos a una persona predilecta. Y esto vale mucho más que la "cultura"; más aún: es la verdadera cultura. Necesidad de comprender a los demás, actitud caritativa con los demás, que es en fin de cuentas la única manera de comprendernos y amarnos a nosotros mismos; la cultura empieza por aquí. Los libros no son los hombres, son los medios para llgar a ellos; quien ama los libros pero no ama a los hombres es un fatuo o un réprobo.

Hay un obstáculo para la lectura (es el mismo en todas las esferas de la vida): la excesiva confianza en uno mismo, la falta de humildad, la negativa a aceptar lo otro, lo diferente. Siempre nos hiere el inaudito descubrimiento de que otro ha mirado, no precisamente más lejos que nosotros, sino de manera diferente. Estamos hechos de mezquina costumbre. Nos gusta asombrarnos, como los niños, pero no demasiado. Cuando el estupor nos exige salir verdaderamente de nosotros mismos, perder el equilibrio para recobrar otro acaso más precario, entonces fruncimos el ceño y pataleamos, volvemos en verdad a ser niños. Pero de éstos nos falta la virginidad, que es la inocencia. Nosotros tenemos ideas, gustos, hemos leído precisamente unos cuantos libros: poseemos algo, y como todos los propietarios tememos por ese algo.

Todos, lamentablemente, hemos leído. Y así como a menudo los más pequeños burgueses se aferran al falso decoro y a los prejuicios de clase mucho más que los desenvueltos aventureros del gran mundo, así el ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la trivialidad, al prejuicio que allí ha sorbido, y a partir de entonces, si le sucede volver a leer, todo lo juzga y condena según aquel rasero. Es muy fácil aceptar la perspectiva más trivial e instalarse en ella, al calor del consenso de la mayoría. Es muy cómodo suponer que se han acabado los esfuerzos y ya conocemos la belleza, la verdad y la justicia. Es cómodo y cobarde. Es como creer que regalando de vez en cuando una moneda al mendigo quedamos desligados de nuestro eterno y temible deber de caridad. Nada haremos aquí sin respeto y humildad: la humildad que abre brecha en nuestra sustancia de orgullo de y pereza y el respeto que nos persuade de la dignidad del otro, de lo diferente, del prójimo en cuanto tal.

Hablamos de libros. Es sabido que cuanto más franca y llana es la voz de un libro, tanto más dolor y ansiedad le ha costado a su autor. Por lo tanto es inútil confiar en sondearlos sin sufrir las consecuencias. Leer no es fácil. Y quien, como suele decirse, ha estudiado, quien se mueve ágilménte en elmundo del conocimiento y del gusto, quien tiene tiempo y medios para leer, demasiado a menudo carece de alma, está muerto para la caridad, está acorazado y endurecido por el egoísmo de casta. En cambio, aquel que anhela tener acceso al mundo de la fantasía y del pensamiento casi siempre carece de los primeros elementos: le falta el alfabeto de todo lenguaje, no le sobra ni tiempo ni fuerzas, o peor aún, ha sido descarriado por una falta de preparación, por la propaganda que bloquea y desfigura los valores. Quienquiera que se enfrente con un tratado de física, un texto de contabilidad o la gramática de un idioma sabe que existe una preparación específica , una mínima cantidad de nociones indispensables para sacar provecho de la nueva lectura. ¿Cuántos se dan cuenta de que se necesita un análogo bagaje técnico para aproximarse a una novela, una poesía o un ensayo, y que estas nociones técnicas son inconmesurablemente más complejas, sutiles y huidizas que aquellas otras, y que no están en ningún manual ni en ninguna biblia? Todos piensan que un relato o una poesía, por el hecho de no dirigirse al físico, al contable o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, es naturalmente asequible para la ordinaria atención humana. Pero, por otra parte, eso de que poetas, narradores y filósofos se dirijan al hombre así, en absoluto, al hombre abstracto, al Hombre , es una tonta fantasía. Ellos se dirigen al individuo de una determinada época y situación, al individuo que tiene determinados problemas y que, a su manera, trata de resolverlos, incluso y sobre todo cuando lee novelas. Por consiguiente, para comprender las novelas será necesario situarse en la época y proponerse los problemas; lo cual en este campo, implica en primer liugar aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes. Convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras, ciertas entonaciones y actitudes insólitas, tiene por lo menos el derecho a no ser inmediatamente condenado en nombre de una lectura precedente donde actitudes y palabras estaban más ordenadas, eran más fáciles o tan sólo diferentes. Este asunto del lenguaje es el más llamativo, pero no el más peliagudo. Es cierto que todo es lenguaje en un escritor que lo sea de veras, pero basta justamente haber comprendido esto para encontrarse en un mundo de lo más vivo y complejo, donde el problema de una palabra, de una inflexión o una cadencia se vuelve enseguida un problema de modo de vida, de moralidad. O de política, sin más.

Y que con esto sea suficiente. El arte, como suele decirse, es una cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de aproximarnos a estas últimas con esa modestia que es búsqueda de claridad – caridad con los demás y dureza con nostros mismos -, no se ve con qué derecho ante una página escrita olvidamos que somos hombres y que un hombre nos habla.













sábado, 17 de agosto de 2013

René Daumal -Poesía negra y Poesía blanca-






René Daumal:
Poesía negra y Poesía blanca (*)


     


Andrius Kovelinas










    La poesía, como la magia, es negra o blanca, según sirva a lo subhumano o a lo sobrehumano.

    La mismas disposiciones innatas ordenan la maquinaria del poeta blanco y del poeta negro. Algunos las consideran como un don misterioso o señal de las potencias superiores; otros, como una imperfección o maldición. No importa. ¡O, más bien, sí! Importaría mucho, pero aún no hemos llegado a ser capaces de comprender nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiese, se libraría de ellas. El poeta blanco busca comprender su naturaleza de poeta, de liberarse y poder servirse de ella. El poeta negro, al utilizarla, se esclaviza a ella.

    ¿Pero qué representa ese «don» que es común a todos los poetas? Es un vínculo particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, de manera tal que cada manifestación, de cada una de ellas, no es un signo exclusivo, sino que puede devenir, por una resonancia interior, en el signo de la emoción que representa, en un momento dado, el color o el sonido o el gusto de sí mismo. Esta emoción central, profundamente oculta en nosotros, no vibra ni brilla sino en raros instantes. Estos instantes serán, para el poeta, sus momentos poéticos, y todos sus pensamientos, sensaciones, gestos y palabras, en tal momento, serán signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significado llegue a materializarse por medio de una imagen afirmada en palabras, especialmente entonces diremos que es poeta. He aquí lo que denominamos como «don poético», a falta de un saber mayor.

    El poeta posee una noción más o menos confusa acerca de su don. El poeta negro lo explota para su satisfacción personal. Cree que tiene el mérito de ese don, piensa que es él quien realiza voluntariamente los poemas. O bien, abandonándose a un mecanismo de significaciones resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior, que lo habría escogido como su intérprete. En ambos casos, el don poético se encuentra al servicio del orgullo y de la falsa imaginación. Combinador o inspirado, el poeta negro se miente a sí mismo y cree ser alguien. Orgullo, mentira, todavía un tercer término lo caracteriza: pereza. No porque no se agite ni se esfuerce, o lo parezca desde afuera. Pero toda esta agitación se realiza ella sola, él se guarda de intervenir, con su en sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros se esfuerza por ocultar bajo sus máscaras. Es el «don» que opera en él, que disfruta como un mirón y sin mostrarse, arropándose con él como el cangrejo ermitaño de vientre blando se abriga y proteje bajo su concha de múrice, hecha para producir púrpura real y no para revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver, miedo a no tener otra riqueza que las responsabilidades que se asumen, es de esta pereza que yo hablo –¡oh, madre de todos mis vicios!

    La poesía negra es tan grande en sus prestigios como el sueño o el opio. El poeta negro experimenta todos los placeres, se adorna con todos los ornamentos, ejerce todos los poderes –en su imaginación. El poeta blanco prefiere la realidad antes que las ricas mentiras, incluso aunque sea pobre. Su obra es una lucha incesante contra el orgullo, la imaginación y la pereza. Aceptando su don, aún cuando sufra por él y sufra de sufrir por él, trata de hacerlo servir a fines superiores a sus deseos egoístas, a la causa todavía desconocida de este don.

    No diré: tal es un poeta blanco, tal otro un poeta negro. Sería rebajar las ideas a opiniones, discusiones y error. Incluso no diré: tal posee el don poético, tal otro no lo posee. ¿Lo poseo yo? A veces lo dudo, a veces creo estar seguro de ello. Jamás tengo la certeza definitiva. Cada vez el problema vuelve a plantearse. Cada vez que el alba renace, el misterio está allí, enteramente. Pero si he sido poeta, ciertamente he sido un poeta negro, y si mañana debo ser un poeta, deseo ser un poeta blanco. De hecho, toda poesía humana es el producto de la mezcla entre lo blanco y lo negro: pero una tiende hacia lo blanco, mientras la otra hacia lo negro.

    Aquella que tiende hacia lo blanco, no requiere para ello de esfuerzo alguno. Sigue la pendiente natural y subhumana. No requiere de esfuerzo para jactarse, soñar, mentirse y holgazanear; ni para calcular y combinar, cuando cálculos y combinaciones están al servicio de la vanidad, la imaginación, la inercia. Pero la poesía blanca marcha contra la corriente, remonta la corriente como la trucha, para ir a engendrar en la fuente viva. Ella enfrenta, con su fuerza y su astucia, las extravagancias de los rápidos y los remolinos, no se deja distraer por el centelleo de las burbujas que pasan, ni arrastrar por la corriente hacia los suaves valles cenagosos.

    ¿Cómo encara esta lucha, el poeta que quiere llegar a ser un poeta blanco? Diré cómo yo trato de encararla en mis raros mejores momentos, a fin de que un día, si llego a ser poeta, de mi poesía, por gris que ella sea, emane al menos un deseo de blancura.

    Distinguiré tres fases en la operación poética: la del germen luminoso, la de la vestidura de imágenes y la de la expresión verbal.

    Todo poema nace de un germen, obscuro al comienzo, que es necesario volver luminoso para que produzca frutos de luz. En el poeta negro, el germen permanece obscuro y produce ciegas vegetaciones subterráneas. Para ayudarle a brillar es necesario hacer silencio, porque este germen es la Cosa-a-decir-en-sí-misma, la emoción central que a través de mi máquina busca expresarse. En sí misma la máquina es obscura, pero gusta proclamarse luminosa, y hasta llega a hacerlo creer. Puesta de inmediato en movimiento por el impulso del germen, pretende actuar por su propia cuenta, para exhibirse, y por el placer vicioso de cada una de sus palancas y sus engranajes. ¡Siencio, entonces, máquina! ¡Funciona y cállate! ¡Silencio a los juegos de palabras, a los recuerdos fortuitamente conjugados, silencio a la ambición, al deseo de brillar –porque sólo la luz brilla por sí misma–, silencio a la adulación de sí, a la piedad de sí, silencio al gallo que cree hacer despuntar el sol! Y el silencio aparta las tinieblas, comienza a dar luz, iluminando, no iluminado. He aquí lo que habría que hacer. Es muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo recibe en recompensa un pequeño destello de luz. La Cosa-por-decir se aparece entonces, en lo más íntimo de sí misma, como una certeza eterna –conocida, reconocida y a un mismo tiempo esperada–, un punto luminoso que contiene la inmensidad del deseo de ser.

    La segunda fase, es la vestidura del germen luminoso –que revela pero no es revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido–, su investidura por las imágenes que lo manifestarán. Se hace allí necesario, pasando revista a las imágenes, rechazar y encadenar en su sitio aquellas que no quieran servir sino a la facilidad, la falsedad y el orgullo. ¡Y hay algunas tan bellas, que uno quisiera mostrar! Pero, una vez hecho el orden, es necesario dejar que sea el mismo germen quien escoja la planta o el animal de los que va a revestirse para otorgarles la vida.

    Y sigue, en tercer lugar, la expresión verbal, donde cuentan no sólo el trabajo interior, sino también la ciencia y el savoir-faire exteriores. El germen posee su propia respiración. Su aliento se apodera de los mecanismos de expresión comunicándoles su cadencia. Hace falta, en principio, que esos mecanismos se encuentren bien aceitados y suficientemente descansados, para que no se pongan a bailar su danza ellos solos, a escandir metros incongruentes. Y, al mismo tiempo que recoje en su aliento los sonidos del lenguaje, la Cosa-por-decir los obliga también a contener sus imágenes. ¿Cómo realiza esta doble operación? He allí el misterio. No a partir de una combinación intelectual: le llevaría demasiado tiempo; tampoco instintivamente: el instinto no inventa. Este poder se ejerce por la relación particular que existe entre los elementos de la maquinaria del poeta, y que une, en una sola sustancia viviente, materias tan disímiles como la emoción, las imágenes, los conceptos y los sonidos. La vida de este nuevo organismo, constituye el ritmo del poeta.

    El poeta negro hace prácticamente lo contrario, aunque en él se efectúe la exacta semblanza de estas operaciones. Su poesía le descubre numerosos mundos, ciertamente, pero se trata de mundos sin Sol, alumbrados por cien lunas fantásticas, poblados de fantasmas, adornados con espejismos y, a veces, empedrados de buenas intenciones. La poesía blanca abre la puerta de un único mundo, de un único Sol, sin atractivos, real.

    He dicho lo que debería hacerse para llegar a ser un poeta blanco. ¡Falta todavía que yo llegue a serlo! Incluso en la prosa, la palabra y la escritura habituales –como en todos los aspectos de mi vida cotidiana– lo que produzco es gris, cháchara, mancha, mezcla de luz y de obscuridad. Entonces, después, vuelvo a emprender la lucha. Me vuelvo a leer. Entre mis frases encuentro palabras, expresiones, parásitos que no le sirven a la Cosa-por-decir; una imagen que ha querido ser extraña, un retruécano que se ha creído atrevido, pedanterías de un cierto patán que hubiera debido quedarse sentado en su escritorio en vez de venir a ejecutar su chirimía en mi cuarteto de cuerdas, y, cosa remarcable, al mismo tiempo falta de gusto, estilo e incluso de sintaxis. La misma lengua parece estar dispuesta a denunciarme a los intrusos. Pocas faltas son puramente técnicas. Casi todas son mis faltas. Y tacho, corrijo, con la alegría que puede experimentarse al cortase del cuerpo un trozo engangrenado.

 1941






Traducción: Juan Carlos Otaño
(*) “Poésie noire et poésie blanche”, en Chaque fois que l'aube paraît , Gallimard ,
París, 1953 (págs. 227-231).







 Le grand jeu







El piano, Ocnos, LUIS CERNUDA







El piano








Pared frontera de tu casa vivía la familia de aquel pianista, quien siempre ausente por tierras lejanas, en ciudades a cuyos nombres tu imaginación ponía un halo mágico, alguna vez regresaba por unas semanas a su país y a los suyos. Aunque no aprendieras su vuelta por haberle visto cruzar la calle, con su aire vagamente extranjero y demasiado artista, el piano al anochecer te lo decía.

Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya pared él estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin saber por qué, escuchabas aquellas frases lánguidas, de tan penetrante melancolía, que llamaban y hablaban a tu alma infantil, evocándole un pasado y un futuro igualmente desconocidos.

Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor: la vastedad. La expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.

El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas.







De: Ocnos, LUIS CERNUDA














viernes, 5 de julio de 2013

René Daumal, Hechos Memorables








 
René Daumal 

Hechos Memorables, de Poesía negra, Poesía blanca  














    Acuérdate de tu padre y de tu madre, y de tu primera mentira cuyo indiscreto olor se arrastra por tu memoria.

    Acuérdate de tu primer insulto a los que te engendraron: la semilla del orgullo quedó sembrada, resplandeció la fisura quebrando la unidad de la noche.

    Acuérdate de los anocheceres de terror en los que el pensamiento de la nada te arañaba el vientre, y volvía sin cesar para picotearte como un buitre; acuérdate también de las mañanas de sol en el cuarto.

    Acuérdate de la noche de liberación en la que, al caer tu cuerpo suelto como un velamen, respiraste un poco del aire incorruptible; acuérdate también de los animales pegajosos que te han vuelto a aprisionar.

    Acuérdate de las magias, de los venenos y de los sueños tenaces –querías ver, te tapabas ambos ojos para ver, pero no sabías abrir el otro.

    Acuérdate de tus cómplices y de los fraudes en común y de ese gran deseo de salir de la jaula.

    Acuérdate del día en que desgarraste la tela y te apresaron vivo, inmovilizado ahí mismo en la batahola de bataholas de las ruedas que giran sin girar, contigo adentro, cogido siempre por el mismo instante inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo no daba sino una vuelta, todo giraba en tres sentidos innumerables, el tiempo se cerraba al revés ( y los ojos de carne sólo veían un sueño, sólo existía el silencio devorador, las palabras eran pieles secas, y el ruido, el sí, el ruido, el no, el alarido visible y negro de la máquina te negaba), el grito silencioso “Yo soy” que el hueso oye, por el cual muere la piedra, por el cual cree morir lo que nunca fue. Y tú no renacías a cada instante sino para ser negado por el gran círculo sin límites, todo pureza, todo centro, todo pureza salvo tú mismo.

    Y acuérdate de los días que siguieron, cuando marchabas como un cadáver hechizado, con la certidumbre de ser devorado por el infinito, de ser aniquilado por la existencia única de lo Absurdo.

    Y acuérdate sobre todo del día en que querías arrojarlo todo, de cualquier modo. Pero un guardián vigilaba en tu noche, vigilaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, te hizo recordar a los tuyos, te hizo recoger tus andrajos.

    Acuérdate de tu guardián.

    Acuérdate del hermoso espejismo de los conceptos, y de las palabras conmovedoras, palacio de espejos construido en un sótano. Y acuérdate del hombre que vino y lo rompió todo, te tomó con su tosca mano, te arrancó de tus sueños y te obligó a sentarte sobre las espinas del pleno día. Y acuérdate de que no sabes recordar.

    Acuérdate de que todo se paga, acuérdate de tu felicidad, pero cuando te trituraron el corazón, era ya demasiado tarde para pagar por adelantado.

    Acuérdate del amigo que te tendía su razón para recoger tus lágrimas brotadas de la fuente helada que violaba el sol de primavera.

    Acuérdate de que el amor triunfó cuando ella y tú supisteis someteros a su fuego ansioso, rogando morir en la misma llama.

    Pero acuérdate de que el amor no es de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol no pertenece a nadie, ruborízate al contemplar el cenegal de tu corazón.

    Acuérdate de las mañanas en que la gracia era como una vara amenazadora que te conducía, sumiso, a través de tus jornadas, ¡bienaventurado el ganado bajo el yugo!

    Y acuérdate de que entre sus dedos entumecidos tu pobre memoria dejó escapar el pez de oro.

    Acuérdate de los que te dicen: acuérdate. Acuérdate de la voz que te decía: no caigas. Y acuérdate del placer equívoco de la caída.

    Acuérdate, pobre memoria mía, de las dos caras de la medalla. Y de su metal único.







René Daumal











 

domingo, 12 de mayo de 2013

Walter Pater, El Renacimiento.






               El
                       Renacimiento

                                          Walter Pater



La Gioconda Leonardo da Vinci, 1503-1519






La presencia que de tan extraño modo se alzó a la orilla del agua expresa lo que en el transcurso de miles de años los hombres han llegado a desear. Hacia su cabeza “convergen todos los fines del mundo”, y sus párpados están un poco cansados. Su belleza está creada en el interior y recreada en el cuerpo, que es recipiente, en cada una de sus células, de pensamientos raros, de ensueños fantásticos, de pasiones exquisitas. Colocadla un instante junto a una blanca diosa griega o frente a cualquier bella mujer de la antigüedad y las veréis quedar turbadas ante esta figura en la que se infiltraron las inquietudes del alma. Todos los pensamientos, todas las experiencias del mundo la modelaron mediante un máximo poder de refinar la forma exterior y hacerla expresiva: el animalismo de Grecia, la lujuria de Roma, la mística de la Edad Media con sus ambiciones espirituales y sus amores sublimados, y el retorno del mundo pagano y los pecados de los Borgias. Es más antigua que las rocas entre las cuales se sienta; como el vampiro ha estado muerta incontables veces y conoce los secretos de la tumba; ha descendido a la profundidad de los mares, cuya luz mortecina perdura alrededor suyo; ha traficado en extraños tejidos con los mercaderes del Oriente; como Leda, ha sido madre de Helena de Troya, y como Santa Ana, madre de María; y todo esto no fue para ella más que el canto de liras y flautas y sólo perdura en la delicadeza con que se moldearon sus rasgos cambiantes y el color que le ha teñido párpados y manos.


 (Walter Pater, El Renacimiento. Traducción de J. de la C.)














sábado, 11 de mayo de 2013

La caída de Ícaro






La caída de Ícaro



Paisaje con la caída de Ícaro, 1558, Brueghel,
Pieter de Oude - De val van Ícaro




Boceto para La caída de Ícaro







Islitas relucientes en el mar,
fragatas de incierta procedencia,
las islas atesoran gran cultura,
así, entre las diecinueve y las veinte horas
o sea, al anochecer,
mas, no,
aún no es tan tarde pues un campesino,
uno de esos hombres laboriosos que se desloman para reunir unas monedas,
trabaja todavía en su campo
como un héroe agrícola,
juega su juego, gana su magro dinero,
la tierra es pardo negruzca.
Un ser alado a punto está de confiarse
al aire, más tarde lo veremos
agitándose en el éter.
De maravillosa picardía
la mirada de la luna, uno se sienta
admirado sobre el templo de la naturaleza,
encima de una piedra prehistórica,
limitándose a contemplar
a un pajarillo canoro, volador, enamorado de sus trinos,
mientras sus ovejas, abandonadas a sí mismas,
pacen tranquilas en el pálido poniente
adornado de tonos rojizos.
¡Ay, dolor! una mano
gesticula en mudo grito de ayuda desplomándose
desde lo alto,
y cómo sonríe, alegre, la bahía
con máxima afectación, porque él juró
que vencería a la gravedad
sobre el mar,
se casaría feliz
con la divina belleza en el azur
y se burlaría de las raíces de la tierra, mas
se convierte en excelente maestrillo en volteretas
y ahora habrá percibido
su relativa pequeñez.
No obstante, loables son los dones
del espíritu emprendedor, lo que he escrito aquí
se lo debo a un cuadro de Brueghel enraizado en mi memoria
y al que tributé el máximo respeto
porque me pareció una espléndida pintura.
Cualquier afán
por elevarnos
sobre la vulgaridad
tiene un límite en la vida.



Robert Walser, Ante la pintura (Ed. Siruela)













martes, 16 de abril de 2013

De la gracia y la dignidad, Federico Schiller







De la gracia y la dignidad, Federico Schiller 






Verdad es que un hombre puede, por arte y estudio, llegar realmente hasta someter a su voluntad también los movimientos acompañantes, y, como hábil juglar, proyectar sobre el espejo mímico de su alma la figura que desee. Pero en semejantes hombres todo es entonces mentira, y toda naturaleza es devorada por el artificio. Por el contrario, la gracia, en todo momento, debe ser naturaleza, es decir, debe ser involuntaria (o al menos parecerlo), y el sujeto mismo no ha de dar nunca la impresión de que es consciente de su
gracia.

De ahí se desprende, a la vez, cómo debemos considerar la gracia imitada o aprendida (la que yo llamaría gracia teatral y gracia de maestro de danzas). Es un digno pendant de esa belleza que proviene del tocador, a fuerza de colorete y albayalde, de rizos fingidos, de fausses gorges y armazones de ballena, y es a la verdadera gracia poco más o menos lo que la belleza cosmética a la arquitectónica.*

En un espíritu no ejercitado pueden ambas hacer absolutamente el mismo efecto que el original que imitan; y, si el arte es grande, puede a veces engañar también al experto.

Pero, no obstante, por cualquier rasgo acaba por asomar lo forzado e intencional, y entonces la indiferencia, cuando no hasta el desprecio y la repulsión, es el efecto inevitable. Apenas nos damos cuenta de que la belleza arquitectónica es artificial, vemos disminuida la humanidad (como fenómeno) precisamente en la medida en que se le han agregado elementos de un dominio, natural ajeno; y ¿cómo podríamos nosotros, que ni perdonamos el abandono de una ventaja accidental, mirar con placer, o siquiera con indiferencia, un trueque por el cual se ha dado una parte de la humanidad a cambio de la naturaleza común? ¿Cómo no habríamos de despreciar el fraude, aunque pudiéramos perdonar el efecto logrado? En cuanto notamos que la gracia es artificial, se nos cierra al punto el corazón y se retrae el alma que se cernía a su encuentro. Vemos de repente que el espíritu se ha vuelto materia, y la divina Juno un fantasma de nubes.






*Al hacer esta comparación, tan lejos estoy de negar al maestro de danzas su mérito en materia de verdadera gracia, como al actor sus derechos a ella. El maestro de danzas acude, indudablemente, en ayuda de la verdadera gracia al proporcionar a la voluntad el dominio sobre sus instrumentos y allanar los obstáculos que la masa y la gravedad oponen al juego de las fuerzas vivientes. 


Y esto no lo puede lograr sino de acuerdo con reglas que mantienen el cuerpo en un adiestramiento saludable y que, mientras la pureza opone resistencia. pueden ser rígidas, es decir, coercitivas, y pueden también parecerlo. Pero en cuanto da por terminada su enseñanza, la regla debe haber prestado ya en el aprendiz sus servicios, de suerte que no tenga que acompañarlo en el mundo: en suma, la acción de la regla debe volverse naturaleza. El menosprecio con que hablo de la gracia teatral solo vale para la imitada, que no vacilo en rechazar, tanto en la escena como en la vida. Confieso que no me agrada el actor que, por muy bien que haya logrado la imitación, ha estudiado su gracia en el tocador. Los requisitos que exigimos del actor son: 1° Verdad de la representación, y 2° Belleza de la representación. Ahora bien, afirmo que el actor, en lo que toca a la verdad de la representación, deba producirlo todo por arte y nada por naturaleza, pues de lo contrario no es de ningún modo artista; y lo admiraré, si oigo y veo que el mismo que desempeña magistralmente un papel de güelfo furioso es un hombre de carácter apacible; sostengo, en cambio, que, en cuanto a la gracia de la representación. nada tiene que deber al arte y todo ha de ser, en el actor, libre acción de la naturaleza. Si en la naturalidad de su desempeño advierto que su carácter no le es apropiado, lo estimaré por ello tanto más; si en la belleza de su desempeño advierto quo esos graciosos movimientos no le son naturales, no podré menos de enfadarme con el hombre que ha tenido que llamar al artista en su ayuda-La causa está en que la esencia de la gracia desaparece con su naturalidad y en que la gracia es, de todos modos, una exigencia que nos creemos autorizados a hacer al hombre como tal. Pero ¿qué responderé al artista mímico deseoso de saber cómo ha de llegar a la gracia si no debe aprenderla? Mi opinión es que ha de procurar, ante todo, que dentro de si mismo madure la humanidad, y vaya luego, siempre que tal sea su vocación, a representarla en escena.












lunes, 4 de febrero de 2013

Alter Ego, Cesare Pavese







Alter Ego,

Cesare Pavese








Desde la mañana al ocaso, yo veía el tatuaje
en su pecho sedoso: una mujer rojiza
incrustada, como en un prado, entre el pelo. Allí
debajo
brama a veces un tumulto que sobresalta a la mujer.
Transcurría el día entre blasfemias y silencios.
Si la mujer no fuese un tatuaje y estuviese viva
y aferrada a su pecho peludo, ese hombre
bramaría aún fuerte en su pequeña celda.

Callaba, tendido en el lecho, con los ojos abiertos.
Un profundo hálito de mar ascendía
de su cuerpo de huesos grandes y recios: estaba
tendido
al igual que en cubierta. Pesaba sobre el lecho
como quien ha despertado y podría saltar de él.
Su cuerpo, salado por la espuma, chorreaba
un sudor solar. La pequeña celda
era insuficiente para el alcance de una mirada suya.
Al verle las manos, se pensaba en la mujer.





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sábado, 2 de febrero de 2013

Cesare Pavese, El paraíso sobre los tejados








El paraíso sobre los tejados







        Será un día tranquilo, de luz fría
        como el sol que nace o muere, y el cristal
        cerrará el aire sucio fuera del cielo.

        Se nos despierta una mañana, una vez para siempre,
        en la tibieza del último sueño: la sombra
        será como la tibieza. Llenará la estancia,
        por la gran ventana, un cielo más grande.
        Desde la escalera, subida una vez para siempre,
        no llegarán voces, ni rostros muertos.

        No será necesario dejar el lecho.
        Sólo el alba entrará en la estancia vacía.
        Bastará la ventana para vestir cada cosa
        con una tranquila claridad, casi una luz.
        Se posará una sombra descarnada sobre el rostro sumergido.

        Será los recuerdos como grumos de sombra
        aplastados como las viejas brasas
        en el camino. El recuerdo será la llama
        que todavía ayer mordía en los ojos apagados.








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Cesare Pavese, Creación







Creación







        Estoy vivo y he sorprendido las estrellas en el alba.
        Mi compañera continúa durmiendo y lo ignora.
        Mis compañeros duermen todos. La clara jornada
        se me revela más limpia que los rostros aletargados.

        A distancia, pasa un viejo, camino del trabajo
        o a gozar la mañana. No somos distintos,
        idéntica claridad respiramos los dos
        y fumamos tranquilos para engañar el hambre.
        También el cuerpo del viejo debería ser sano
        y vibrante -ante la mañana, debería estar desnudo.

        Esta mañana la vida se desliza por el agua
        y el sol: alrededor está el fulgor del agua
        siempre joven; los cuerpos de todos quedarán al
             descubierto.
        Estarán el sol radiante y la rudeza del mar abierto
        y la tosca fatiga que debilita bajo el sol,
        y la inmovilidad. Estará la compañera
        -un secreto de cuerpos. Cada cual hará sentir su
             voz.
        No hay voz que quiebre el silencio del agua
        bajo el alba. Y ni siquiera nada que se estremezca
        bajo el cielo. Sólo una tibieza que diluye las estrellas.
        Estremece sentir la mañana que vibre,
        virgen, como si nadie estuviese despierto.







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        Cesare Pavese


















de El Oficio de Vivir, Cesare Pavese (20 de noviembre 1937)








de El Oficio de Vivir,

Cesare Pavese









20 de noviembre 1937




Todo cuanto yo podía conceder a la «poesía pura» es el resultado de la unificación estática de cada poesía en el instante contemplativo. Falta la oratoria, al faltar el pensamiento encadenado. Todo se resolverá en una ardiente iluminación de los diversos pensamientos y de las sensaciones entrelazadas. La imagen-relato era esto. Sólo que era un relato hecho con un solo verbo (Mató – Fumó – Bebió – Gozó – etc.). El problema es cómo salir de la simple proposición y escribir períodos. ¿Será como en la novela actual? ¿Sustituir los hechos concatenados por un paisaje interior? ¿Volver a la idea de dar el pensamiento en movimiento?

(…)

La verdad del lema: «Renunciad a la tierra y la tierra os será dada por añadidura» consiste en esto: que al haber renunciado a todo, se agigantan las pequeñas cosas que aún nos quedan. Es un modo, en suma, de sacarle el jugo a las cosas mínimas habitualmente descuidadas. Y además hay esto: para los otros, el valor de las cosas que ellos mismos nos niegan, está marcada en gran parte por nuestra avidez de poseerlas. Si miramos hacia otra parte, al punto los propietarios de las cosas las verán desmerecerse entre sus manos, y nos las arrojarán. Esto para la sabiduría mundana. Pero como la sentencia pretende tener una referencia mística, de ella se sigue un gran daño para el misticismo. ¿Hasta Dios dará un valor a sus creaciones según nosotros las deseemos o no? Un Dios con complejo de inferioridad, ¡quién lo diría!















de El Oficio de Vivir, Cesare Pavese (1 de diciembre)







de El Oficio de Vivir,


Cesare Pavese











 1 de diciembre 1937




Mi felicidad sería perfecta de no ser por la huidiza angustia de hurgar en su secreto para volverla a hallar mañana y siempre. Pero quizá me confundo: mi felicidad está en esa angustia y una vez más retorna la esperanza de que acaso mañana bastará el recuerdo.














de El Oficio de Vivir, Cesare Pavese (21 de noviembre)








 de El Oficio de Vivir,

Cesare Pavese






21 de noviembre 1937



Pensar que ese cuerpo tiene un pensamiento, un despertar, un reposo, una languidez, una duración cotidiana, y que si yo fuese ese hombre tendría de veras todo eso, en la habitación contigua o ante los ojos. El día terminaría en ella: eso, eso he perdido. Y no hay fuerza humana que pueda devolvérmela. Y todo eso ha sido desperdiciado sin amor. Y no es un delito, no es un pecado, no es siquiera una incorrección: es una cosita que se hace; que no remuerde, como aplastar un mosquito.
Anímate, hay una ley moral.


























jueves, 31 de enero de 2013

À la recherche du temps perdu. Du côté de chez Swann









À la recherche du temps perdu

 Du côté de chez Swann 



















   «Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo». Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido, los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aun más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por donde un viandante marcha de prisa hacía la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su, recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno.

Apoyaba blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas de nuestra niñez. Encendía una cerilla para mirar el reloj.

Pronto serían las doce. Este es el momento en que el enfermo que tuvo que salir de viaje y acostarse en una fonda desconocida, se despierta, sobrecogido por un dolor, y siente alegría al ver una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de día ya. Dentro de un momento los criados se levantarán, podrá llamar, vendrán a darle alivio. Y la esperanza de ser confortado le da valor para sufrir. Sí, ya le parece que oye pasos, pasos que se acercan, que después se van alejando. La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe. Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y habrá que estarse la noche enteró sufriendo sin remedio.

Me volvía a dormir, y a veces ya no me despertaba más que por breves instantes, lo suficiente para oír los chasquidos orgánicos de la madera de los muebles, para abrir los ojos y mirar al calidoscopio de la oscuridad, para saborear, gracias a un momentáneo resplandor de conciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo aquel del que yo no era más que una ínfima parte, el todo a cuya insensibilidad volvía yo muy pronto a sumarme. Otras veces, al dormirme, había retrocedido sin esfuerzo a una época para siempre acabada de mi vida primitiva, me había encontrado nuevamente con uno de mis miedos de niño, como aquel de que mi tío me tirara de los bucles, y que se disipó, fecha que para mí señala una nueva era, el día que me los cortaron. Este acontecimiento había yo olvidado durante el sueño, y volvía a mi recuerdo tan pronto como acertaba a despertarme para escapar de las manos de mi tío: pero, por vía de precaución, me envolvía la cabeza con la almohada antes de tornar al mundo de los sueños.

Otras veces, así como Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía mientras yo estaba durmiendo, de una mala postura de mi cadera. Y siendo criatura hija del placer que y estaba a punto de disfrutar, se me figuraba que era ella la que me lo ofrecía. Mi cuerpo sentía en el de ella su propio calor, iba a buscarlo, y yo me despertaba.

Todo el resto de los mortales se me aparecía como cosa muy borrosa junto a esta mujer, de la que me separara hacía un instante: conservaba aún mi mejilla el calor de su beso y me sentía dolorido por el peso de su cuerpo. Si, como sucedía algunas veces, se me representaba con el semblante de una mujer que yo había conocido en la vida real, yo iba a entregarme con todo mi ser a este único fin: encontrarla; lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado. Poco a poco el recuerdo se disipaba; ya estaba olvidada la criatura de mi sueño.

Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente, y, en un segundo, lee el lugar de la tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse.»




















lunes, 14 de enero de 2013

SOBRE LA LUNA Y LAS FOGATAS









SOBRE LA LUNA Y LAS FOGATAS








Casa natal en Santo Stefano Belbo







 La Luna e i falò es el libro más autobiográfico de Cesare Pavese, pero también un libro donde la autobiografía es filtrada y distanciada en una contemplación serena, sin los sobresaltos o los desgarros imprevistos de las novelas precedentes. La contemplación del destino, la triste renuncia a encontrarse a sí mismo viene dada por los tres momentos en los que construye la novela: el regreso y la búsqueda, el recuerdo y la elegía, y la meditación sobre el presente y la historia que transforma y cambia el pasado.


Anguilla, el hombre que ha dejado su tierra y vuelve, figuración del mismo Pavese, es también una imagen de una situación histórica de los italianos: o realmente emigrantes en el mundo u obligados en Italia a vivir en la contradicción de una sociedad imperfectamente desarrollada. Haber expresado la realidad histórica de una situación que se hacía cada día más dura, es el mérito de este libro.


Gérard Genette, en su Nuevo discurso del relato, dice que la distinción habitual entre relatos en primera y tercera persona actúa en el interior de ese carácter inevitablemente personal de todo discurso, con arreglo a la relación (presencia o ausencia) del narrador con la historia que cuenta: la primera persona indica su presencia como personaje mencionado, la tercera persona su ausencia como tal. Es lo que también se puede denominar narración heterodiegética u homodiegética. Según este razonamiento podemos decir que La Luna e i falò es una novela escrita en primera persona, pero no es todo: en La Luna e i falò, el narrador no sólo narra sino que es el personaje mismo, nos referimos al «autor» como personaje único del libro, a cual se deben todas las reflexiones, todas las descripciones parciales de ambientes y personajes que participan en la construcción. Pavese reduce así la importancia del personaje, o mejor, casi lo anula, si pensamos en el personaje como figura que domina y determina con sus acciones el desarrollo de una trama: así Pavese no construye una historia basándose en la trama, sino que recupera más bien el aspecto fantástico que la novela naturalista había empobrecido con su exigencia de crear personajes típicos y emblemáticos. En la novela de Pavese el personaje o los personajes, se presentan en tanto en cuanto tienen una función simbólica en la economía de la historia, sin que ninguno llene de sí la narración y todos acompañan a la única matriz que es el autor, el depositario de la imagen-relato, que conoce las cosas en tanto las recuerda.


Siguiendo las consideraciones de Oscar Tacca en Las voces de la novela, aquí nos encontramos con un personaje o unos personajes como medio, como técnica, es decir, como instrumento fundamental para la visión o exploración de un mundo. Una visión del mundo que oscila entre el símbolo y el mito.


Entre símbolo y mito se coloca una actitud ética que el escritor insinúa en el fondo de su metáfora existencial. Pavese percibe la realidad como existente, pero la transforma según una concepción personal por la cual aquella realidad sale unas veces como mito y otras como memoria. Aunque después mito y memoria en el fondo para Pavese coinciden. Mito es cuando el hombre o mejor dicho el muchacho ve el mundo con ojos nuevos, descubre las cosas por primera vez, se acerca a la esencia de los dioses, de los hombres primitivos o de los objetos naturales, entonces se crea el mito. Cada conocimiento sucesivo, cada movimiento posterior hacia las cosas y el mundo ya no produce mito, nuevo conocimiento. El escritor recorre entonces las etapas de aquella mítica «primera vez» en términos de memoria y la experiencia ya vivida comienza a vivirse de otro modo que en el fondo no es demasiado distante de la sobrevaloración de la memoria que fue típica de los años 30, durante el periodo poético llamado «hermetismo». Por tanto Anguilla o el hombre en el que Anguilla se ha convertido, revive en la nostalgia y en el recuerdo su mítica «primera vez», su primer fabuloso contacto con la vida y con las cosas.


Ahora analizaremos por orden de prioridad los personajes de la novela de Pavese, insistiendo en los tres primeros que son la viva representación de su misma persona:


Anguilla no ha nacido en este pueblo: ya sabemos que es un bastardo, recogido y criado sólo porque el hospital de Alessandría les daba una pequeña mensualidad (cinco liras) a Virgilia y a Padrino. Un poco como su autor que sí ha nacido en el pueblo, pero por pura casualidad.


El regreso de Anguilla después de cuarenta años, es una tentativa de encontrarse a sí mismo, de echar raíces, para medirse con el propio pasado, para comprender que se ha hecho rico, pero que por dentro ha sido siempre un pobre campesino (como demuestran sus manos, llenas de cicatrices). Pero no sólo sus manos están marcadas, también está marcado de cara a los demás: es rico, es extraño, tiene costumbres diferentes, y no es ni de allí, ni de aquí. La Turín de Pavese, y la América de Anguilla son lugares lejanos y diferentes. Anguilla descubre que todo ha cambiado, que las personas que amaba han muerto, que las granjas están abandonadas o habitadas por gente que no conoce y que sólo el paisaje ha permanecido insensible al pasar del tiempo. Pero también se da cuenta de que, aunque hayan cambiado muchas cosas, las personas son siempre igualmente burdas y miserables.


Durante su permanencia encuentra a Cinto, que le recuerda a sí mismo cuando era niño y vuelve otra vez al pasado recordando los sucesos más importantes que le ocurrieron durante la infancia y la adolescencia, y en las personas que habían influenciado su vida. Piensa también en el amor platónico que lo unía a Silvia e Irene; relata la adolescencia de éstas y se acuerda de las fiestas a las que las llevaba, de su primer salario, cuando creía que el mundo se iniciaba y acababa en aquel pequeño pueblo sobre las colinas, y su único deseo era ser como su amigo y maestro Nuto. Son recuerdos, al mismo tiempo, dulces y amargos, de un pasado que le gustaría reconquistar, pero que sabe que no puede.


Nuto, el amigo de infancia de Anguilla, sigue en el pueblo; es el personaje que actúa sobre la escena rústico-campesina ambientada por Pavese a orillas del Belbo, en sus «Langhe». Cuando vuelve, Anguilla descubre con sorpresa que lo ha alcanzado, que ya no tiene más nada que envidiar al amigo, a aquel que había considerado un modelo de vida, pues también él, como Nuto, había estado lejos de casa, había viajado, había aprendido a medirse con los demás y a arreglárselas solo. Anguilla no lo encuentra en absoluto cambiado con el pasar de los años, en todo caso era él mismo el que había cambiado, el que por fin había madurado. Nuto, como hemos dicho ya, no es un maestro para él, sino un amigo a la par, pero sigue siendo su punto de referencia, el único con el que poder reconstruir los eventos acaecidos mientras estaba lejos y la única persona a la que pide consejo. Nuto había permanecido siempre como un recuerdo, mientras estaba lejos, y como una presencia en el corazón y en la mente del Anguilla, en el fondo de una América padecida para éste o de un Turín amado/odiado para Pavese: Nuto es el símbolo (o la alegoría) de su tierra y de su antígua sabiduría.


Nuto es también la «figura» del otro que se revela poco a poco. Nuto es el personaje que define las relaciones de clase actuales e hipotiza un posible futuro, es la figuración del compromiso político-social del escritor.
Según los cánones del neorealismo, Nuto sería el personaje positivo, el que interpreta figurativamente la ideología, pero también es el alter ego del protagonista, del que resalta las contradicciones y la inseguridad.





Su amigo Pinolo Scaglione... Nuto





Nuto representa el comunista severo que conoce sólo el trabajo y que se hace cargo del dolor de todos, mostrándose como un modelo. Es el personaje histórico de la resistencia y el que juzga la postguerra, con la miseria y las tensiones llevadas al extremo por las presiones políticas del clero, por el atentado a Togliatti, por la marginación de los militantes de izquierda en la vida política, económica, industrial. Es la ideología de Pavese, que ofrece al lector por boca de Nuto. Nuto había tomado parte en la lucha de liberación escondiendo heridos, manteniendo enlaces. Es el hombre de los equilibrios humanos que interpreta la ideología como ética:


« Soltanto ieri per strada incontrando due ragazzi che tormentavano una lucertola gli aveva preso la lucertola. Vent’anni passano per tutti.


- Se il sor Matteo ce l’avesse fatto a noi quando andavamo nella riva, - gli avevo detto, - cos’avre¬sti risposto? Quante nidiate hai fatto fuori a quei tempi?


- Sono gesti da ignoranti, - aveva detto. -Facevamo male tutt’e due. Lasciale vivere le be¬stie. Soffrono giá la ‘loro parte in inverno.


- Dico niente. Hai ragione.


- E poi, si comincia cosí, si finisce per scannarsi e bruciare i paesi. » (p. 21)


Para concluir Nuto representa la continuidad racional y la aspiración al cambio social y político:


« Lui non é andato per il mondo, non ha fatto fortu¬na. Poteva succedergli come succede in questa valle a tanti - di venir su come una pianta, d’invecchiare come una donna o un caprone, senza sapere che cosa succede al di lá dalla Bormida, senza uscire dal giro della casa, della vendemmia, delle fiere. Ma anche a lui che non si é mosso é toccato qualcosa, un destino - quella sua idea che le cose bisogna capirle. aggiustarle. che il mondo é mal fatto e che a tutti interessa cambiario.» (p. 33)


En Nuto y Anguilla hay algo de inseguridad, del remordimiento de no haber participado en la guerra, de odio por los asesinos, de ideología social y de piedad, como en nuestro escritor. Esa piedad de Pavese que se refugia en el recuerdo de la adolescencia, en el mito intelectual, en la evocación pura de la Mora que representa un modo de vivir que distingue entre criados (campesinos o sirvientes como Cirino y Serafina) y patrones (burguesía propietaria de campo), y, que enseñan a Anguilla un trabajo o un modo de comportarse.


El regreso al pueblo es también el «regreso a la casa», donde Anguilla ha vivido su infancia, la vieja casa de campo. En «il casotto» ahora viven algunas figuraciones de la tristeza y la miseria: Valino, sus dos mujeres (la joven y la cuñada-amante) y su hijo lisiado, Cinto.


Anguilla se encariña en seguida con Cinto, intenta ayudarlo y hacerle descubrir cosas nuevas abriéndole los ojos a nuevos horizontes, y también para intentar descubrir el mundo, él mismo, con los ojos de un muchacho:
« Cos’avrei dato per vedere ancora il mondo con gli occhi di Cinto, ricominciare in Gaminella come lui, con quello stesso padre, magari con quella gamba - adesso che sapevo tante cose e sapevo difendermi. Non era mica compassione che pro¬vavo per lui, certi momenti lo invidiavo. » (p. 78)


Cinto es un niño cojo a través del cual Anguilla revive los primeros años de su vida, cuando todavía no trabajaba en la Mora y junto a su familia vivía en la miseria, trabajando todo el día para procurarse el pan. Su infancia no obstante había sido alegrada por la presencia de sus hermanastras y su madrastra, mientras que Cinto no tenía este consuelo, es más, a causa de la deformidad de las extremidades no habría podido tener nunca una vida normal. Vive con un continuo miedo a su padre que pegaba a los animales y a las personas y que llega incluso a incendiar la granja y a matar a la cuñada y a la madre, destruyendo así no sólo su casa sino también el único símbolo, el último testimonio de la infancia de Anguilla. El chico salvará su vida gracias a un cuchillo le había regalado Anguilla.


Cinto es el que expresa en la obra el tema existencial de la paternidad fallida; implícitamente el protagonista y el autor, se reconocen en el muchacho - pronto huérfano - al que querrá ayudar como a un hijo y proporcionarle un modelo.


El siguiente personaje es Valino, el arrendatario que trabaja las tierras ajenas, torturado por el ama de las tierras y explotado, no quiere en medio al intruso y no habla, no tiene ideología ni sentimientos excepto la ira. Pero Anguilla vuelve para hacer amistad con Cinto, para contarle historias de ciudades lejanas, para abrirle los ojos para que en el futuro la vida sea menos dura con él, para discutir juntos. Padre e hijo vienen presentados en un cuadro de penurias y de rabia, en medio de imágenes de trabajo masacrante, una pobre evocación de sexo, y un pobre perro hambriento.


Silvia era la mayor de las dos hermanas que vivían en la hacienda en la que Anguilla era criado, y hacia la cual siempre ha probado un tierno afecto, pues era demasiado joven para despertar el interés de las chicas. Siempre rodeada de pretendientes, igual que la hermana, vivía la vida al máximo, saboreando cada cosa y actuando a veces de modo impulsivo, lo cual le condujo a la muerte. Silvia no sólo era la mayor sino también la más vivaz, la emprendedora, la más exuberante y la que menos respetaba las reglas. Anguilla cuenta sus aventuras amorosas, sus relaciones con varios hombres, las comidillas que hacían de ellas los criados. Cada vez que una historia terminaba mal, que un hombre la abandonaba, Silvia sabía reaccionar gracias a su fuerza de voluntad y al final salía adelante siempre, gracias también a la ayuda de la hermana con la que estaba muy unida. Silvia muere a causa de una hemorragia, se queda embarazada, e intentando abortar le llega su final.


También Irene muere joven. Convencida por los padres, se casa con un hombre codicioso y violento. El disgusto por este matrimonio la llevan a una muerte prematura. Irene, diferencia de su hermana era mucho más tranquila, más bien opuestas: reflexiva, juiciosa, bondadosa y paciente, no reaccionaba nunca por impulsos ni hacía ninguna locura. Sus historias no eran nunca apasionadas como las de su hermana, ni sus hombres tan particulares. En un cierto sentido era banal e insignificante. Le encantaba la música y sabía tocar el piano a la perfección, su música tenía el poder de embelesar a Anguilla...


Santa o Santina es la hermanastra de Irene y Silvia. Pavese le dedica los dos últimos capítulos, que constituyen un enésimo relato y una historia fuera (o casi) de las usuales estructuras narrativas que la rodean. Hasta entonces la pequeña Santina, tercera hija de sor Matteo de la Mora, ha sido una presencia apenas aludida, un diablillo, una juguetona y fugaz presencia. Anguilla la conoce sólo de pequeña, pero sabrá su historia por Nuto. De mayor se convierte en una espléndida muchacha que se codeará con numerosos fascistas a los que referirá importantes informaciones, pues se había convertido en una espía de los partisanos, que después la matarán. Santa era impávida e impulsiva como Silvia, pero, al mismo tiempo, mentirosa, hipócrita y falsa. Nuto evita hablarle a Anguilla de lo que ha sido de Santina cuando éste le pregunta curioso, hasta que cede y decide acompañarlo a la colina a los lugares más empinados. Pavese dedica al momento en el que suben un capítulo entero, el XXXI. La colina vuelve a tomar su función de símbolo, hasta tocar lo irracional, entre antropomorfismo y mito-recuerdo, erotismo sublimado y freudismo (una enorme mama es la metáfora que Pavese emplea hablando de la colina). Es como una premonición, se entrevé una historia de perdición:


«Riprese a condurmi su per quei pianori. Di tanto in tanto si guardava intorno, cercava una strada. Io pensavo com’á tutto lo stesso, tutto ritorna sem¬pre uguale - vedevo Nuto su un biroccio condurre Santa per quei bricchi alla festa, come avevo fat¬to io con le sorelle. Nei tufi sopra le vigne vidi il primo grottino, una di quelle cavernette dove si tengono le zappe, oppure, se fanno sorgente, c’á nell’ombra, sull’acqua, il capelvenere. Traver¬sammo una vigna magra, piena di felce e di quei piccoli fiori gialli dal tronco duro che sembrano di montagna - avevo sempre saputo che si masti¬cano e poi si mettono sulle scorticature per chiuderle. E la collina saliva sempre: avevamo giá passato di¬verse cascine, e adesso eravamo fuori.


- Tanto vale che te lo dica, - fece Nuto d’improv¬viso senza levare gli occhi, - io so come l’hanno am¬mazzata. C’ero anch’io. » (p. 126)


El gusto por la vida, el amor por el placer, actitudes más autónomas y modernas que las de las hermanas, empujan a Santina a la parte más fácil. Después del armisticio el doble juego entre fascistas y partisanos la conducen al final, y la rubia resplandeciente Santina es ajusticiada por los partisanos de Baracca. En el leitmotiv de la resistencia que se propaga por toda la novela, la historia de Santina representa el punto de sutura entre la lírica de la memoria y la epopeya popular. El nexo entre historias antiguas de la Mora y la nueva fábula de libertad. Otros, como el mismo Baracca, están muertos, pero aquí nos queda la fascinación de aquella negra huella de la hoguera que ha sido un sacrificio ritual y un rezo de futuro cambio. El cuerpo de Santina no se podrá encontrar jamás: con una misteriosa alusión al poder erótico de la muchacha se cierra sobre la palabra clave «falò»( fogata o mejor en este caso, hoguera). La ética metafórica del «falò» -entre mito y nostalgia, entre rito y poesía - se revela todo menos algo que nos inspira muerte o conclusión : «Che la gente ricominci» (que la gente vuelva a empezar). La vida y la historia prosiguen por calles oscuras que no siempre estamos preparados para ver.


Pero no podemos olvidar que el paisaje metafórico pavesiano juega también un papel fundamental dentro de la obra. Los lugares en los que se desarrolla la historia, presentados cada uno con su nombre, sus características geográficas, incluso topográficas, colina o pueblo, granja o río, o espacio libre, nos parecen de algún modo ya conocidos. Son nombres, mitos de la infancia del escritor o de su fantasía, que repite continuamente hasta la saciedad. Para nuestro escritor, evocar nombres es un hecho mágico, y la magia crece con los sonidos, un gusto fónico que se avala de la repetición.


Otro elemento que hace presión sobre lo emotivo y racional y que prepara los «lugares», poco más que nombres sacados de su propio inconsciente, para ser escenarios de sucesos, testimonios de destino es la música. Por ejemplo Gaminella, típica localidad sin historia, pero con tanto destino dentro que puede llegar a ser colina o granja o permanecer en cambio espacio o escena de tragedia. O el Belbo, el río de Pavese y de sus personajes, corriente de eventos irreparables que suceden en sus orillas. O las colinas, las famosas colinas evocadas y descritas con su nombre real, son las colinas sobre las que el escritor ha recorrido su mito cuando era un muchacho y con las que ha medido su realidad, desde la identificación simbólica antropomórfica (la mama) hasta los orígenes de su pensamiento y de su misma imaginación lingüística. Entre descripción y flash-back, entre búsqueda actual de los lugares de un pasado y memorias de aquel tiempo, el protagonista encuentra ciertas coordenadas de sí mismo que se convierten en características de esta novela.


Podría incluso afirmarse que el único gran personaje de la obra de Pavese es el paisaje y, más concretamente, la colina, y esto lo escribe el mismo Pavese: «In realtá, l’unico spunto che mi tocca e scuote é la magia della natura, l’occhiata ficcata nella collina »  .


La estructura del paisaje no es una descripción naturalista, sino una metáfora que suscita presencias, participaciones y personajes-testimonio. La estructura metafórica del espacio en Pavese se insinúa por la insistencia sobre el paisaje, por la importancia en la reconstrucción del mito y en el desarrollo de los sucesos individuales. El paisaje, externo y visivo, se convierte en interior, espejo, símbolo, sentimiento inmediato de apariencias oscuras o memoriales. Pavese inserta el mito de lo salvaje, contrapuesto a lo civilizado, en el llamamiento a los trabajos del campo, a las estaciones, a los tiempos y a los rituales campesinos: como en el que cree que en la vida auténtica del campo haya alguna posibilidad de que se pueda salvar un hombre deshecho por las guerras y la sangre.


El campo está dentro del tema del nostos, del viaje y del regreso, que se entiende como viaje dentro de la vida que reflexiona sobre sí misma recorriendo ciertas etapas fundamentales. Es campo y «salvaje» el hecho de creer en la influencia de la luna o en el efecto de las fogatas sobre la tierra. En la sabiduría antigua y la superstición campesina (como es sabido la luna en sus fases produce ciertos efectos, pues, por ejemplo, es necesario tenerla presente para el vino nuevo, los trasplantes, etc...) se divisa algo misterioso, mítico y poético al mismo tiempo:


« Magari é meglio cosí, meglio che tutto se ne vada in un falò d’erbe secche e che la gente ricominci.» (p. 103)
Si la luna en este paisaje metafórico puede representar el inconsciente o la enigmática perspectiva nocturna, la fogata o la hoguera (il falò) representa la anulación del pasado y el posible cambio: fogata de las noches de verano o que provoca la lluvia, de tragedia, de alegría, de sacrificio, de misterio, rituales o de miseria e ira atroz (como la de la casa de Valino incendiada), falò como el del cuerpo de Santina cuando la incineraron, siempre final de un pasado e inicio de un futuro diferente.



Notas:
[1] Gerard Genette, Nuevo discuso del relato, Madrid, Cátedra, 1998.
[2] O.Tacca, Las voces de la novela, Madrid, Gredos, 1985, pág. 131.
[3] Cesare Pavese, La luna e i falò, Enaudi Tascabili, Torino, 2000, págs. 7-9
[4] Véase Cesare Pavese, loc. cit., La luna e i falò, pág. 15
[5] Cesare Pavese, Il mestiere di vivere, Enaudi, Torino, 27 febrero 1949.
[6] Véase Cesare Pavese, loc. cit., La luna e i falò, pág.85.



© Inmaculada Chaves Cadaval 2003
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero25/pavese.html 





La luna e i falò







CAPÍTULO I







"Existe una razón por la cual he regresado a este pueblo, aquí y no a Canelli, a Barbaresco o a Alba. Aquí no he nacido, es casi seguro; dónde he nacido, no sé; no existe en estos parajes una casa, ni un pedazo de tierra, ni huesos que me permitan decir: “He aquí como era antes de nacer”. Ignoro si procedo de la colina o del valle, de los bosques o de una casa con balcones. La muchacha que me dejó sobre los peldaños de la catedral de Alba, quizá no procedía tampoco de los campos, quizá era la hija de los dueños de un palacio, o bien me han traído en una cesta de vendimiar dos pobres mujeres desde Monticello, desde Neive y ¿por qué no desde Cravanzana? ¿Quién puede decir de qué carne estoy hecho? He recorrido bastante mundo para saber que todas las carnes son buenas y se corrompen, y por eso uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse tierra y pueblo, para que la propia carne tenga valor y dure algo más que una simple vuelta de estación."




Cesare Pavese - La luna e i falò -



CESARE PAVESE, “LA LUNA Y LAS FOGATAS”, Capítulo I

De Cesare Pavese, escritor italiano. Nació el 9 de setiembre de 1908 en Santo Stefano Belbo, Cuneo. Murió el 27 de agosto de 1950 en Turín, Italia.




La luna y las fogatas




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